DLHYTYNQN

DLHTYNQN: Donde lo había todo ya no queda nada

ACTO I

En el crepúsculo perenne del Mundo que hay después del Mundo flotan los Lúceros, luciérnagas siderales cuya sola presencia traza las rutas cuando, dos meses al año, la oscuridad se vuelve tan densa que sólo su fulgor permite avanzar. El viajero no les habla; es inútil formularles destino alguno. Ellos intuyen la dirección correcta, pues todo al desplazarse en este Mundo después del Mundo se modifica la geografía misma: colinas que se alzan donde antes hubo llanuras, ríos que se desvanecen tras un paso, bosques que germinan apenas se los nombra.

Nada en esta tierra obedece a la Biología ni a la Física que rigieron el primer mundo; únicamente las Matemáticas mantienen su imperio, ordenando distancias y ritmos con silenciosa precisión. No hay animales; sólo entes, y ninguno es hostil al hombre. Cada uno nació con un oficio inmutable y cumple su cometido sin pausa ni piedad.

El ser humano, en cambio, ha sido despojado de todo impulso. No sufre hambre ni sed; tampoco abriga ambición, miedo o deseo. Cuando pretende sentir, su emoción no hiere la carne sino el paisaje: un suspiro puede marchitar un jardín entero; una sombra de alegría incendiar el horizonte. En un reino así no se crea nada: sólo puede recordarse aquello que alguna vez existió y, al recordarlo, traerlo de regreso, incompleto, como un eco de lo que fue.

Comprender esta regla primera ―que la materia es memoria y la memoria, materia― es condición para sobrevivir en el Mundo después del Mundo. Porque allí, donde cada paso rehace el mapa y cada pensamiento cincela la atmósfera, el viajero se descubre al fin cartógrafo de su propio camino.

Bajo un árbol yace un cuerpo con varios lúceros a su lado. Descansa sin sentir cansancio, tampoco siente el gusto de descansar, solo se postra bajo el árbol en una ciénaga que conecta a un río calmado, del que solo se puede escuchar el agua que le arrulla y le calma sin tenerle que calmar.

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